7.2.13

Capítulo I


Me dispongo a enfrentarme a la blancura de este receptor de ideas con una predisposición esperanzada. Me sumerjo a revolver mi anticuario imaginario, pero nada emerge. Sincronizo iTunes, shuffle, y de repente, sin mirar la pista que corre, me atrae una melodía conocida: L'égoïste, Benjamin Biolay. Generalmente, las canciones que me gustan y se inmiscuyen en algún recoveco de mi mente, se vinculan con recuerdos, vivencias mundanas, a veces no lo suficientemente importantes. Pero con ella, no hay caso. Siempre me ha causado suficiente curiosidad los mecanismos de la psiquis, suficiente como para no haberme topado con algún Freud o Jung. Sádica quizá, pero la decepción continua parece mantenerme inquieta, viva. Una de las cosas que más me decepciona de mí misma es que hay miles y miles de obras literarias que jamás leí, y peor aún, es que me hago consciente de que la vida como medida temporal me es insuficiente.

De todos modos, debería callar un poco a mi foro interno. Soy un ser que hablo mucho conmigo misma, pero demasiado poco con el mundo externo. Podría simpatizar con mi amigo Tocqueville, creo que temo a las masas, y también podría simpatizar o prestarme para experimentación al viejo Rousseau,  alejándome del medio social. Seré lo suficientemente freak, pero generalmente cuando leo a un autor, trato de absorber algunos de sus aspectos para encajarlos con mi personalidad, o mejor dicho, los tomo como instrumentos para decodificar mi esencia.

Aún así, soy sobradamente cobarde para lanzarme al ideal arquetipo que dicta mi alma. Por eso, abandono la computadora, me despido de Biolay, y me preparo  para salir de la cueva hogareña. Cierro la puerta, y antes de llegar al ascensor me ataca la duda si habré cerrado con llave. Corroboro y la puerta estaba cerrada correctamente, ¿cómo puede ser que olvide o directamente no registre actos automáticos tan efímeros? Quizá el sistema nervioso sea lo suficientemente inteligente como para economizar energía y destinar mayores proporciones a actos más complejos. ¿Quién sabe? Creo poder darme cualquier tipo de respuesta lógica para callarme y continuar con lo que sigue.

Subo al ascensor, desciendo, y al abrir las puertas me encuentro con un señor cincuentón. Me saluda amablemente como si fuera una autoridad con altiva actitud. Ante la sorpresa, reacciono de manera estúpida y la emisión de mi respuesta se confunde entre un hola y un adiós. Zarandeo la cabeza con la intención de expresarme lo estúpida que soy. Salgo y el impacto solar me enceguece. Me inyecto los auriculares, y me hago inmune a la civilización.

Ecuador y Av. Córdoba 10 a.m., la mañana sabe bien. Respondo a los estímulos de la  señalización urbana. Av. Pueyrredón y Paraguay, me digno a tomar el 111. El imaginario colectivo porteño considera que es una de las peores líneas porque su frecuencia genera hastío. De tal manera, me considero con suerte, las veces que lo tomo no suelo esperar mucho, o bien la gente se ha devenido en monstruos intolerantes sensibles a la irritación anímica. Arriba y claro es que soy la única, el resto ha sido apresado por la impaciencia. 1,25: suficiente conversación, Wittgenstein y Simmel presentes. Tres asientos vacíos, la dirección es obvia, me dirijo al asiento individual para no compartir con otro pasajero. Cuán desconsiderado mi acto, ustedes y yo me convirtieron en esto.

Las mañanas pseudo-primaverales son perfectas para disfrutar de las brisas frescas. Uno cuando viaja en colectivo urbano tiene varias opciones: sumergirse a la contemplación del caos – el tráfico-, leer algo, o lanzarse a la profunda observación de la arquitectura. Buenos Aires es coleccionista de miles de estilos anárquicos, me recuerda que la película Medianeras lo refleja de una manera espectacular. Aún así, considero que solo proporciona una de las tantas contradicciones que esta ciudad contiene. La Boca es una de ellas, Retiro es otra, y San Telmo es otra. Seguro que hay muchas más, pero esas me parecen que reúnen lo suficiente.

Opto por la tercera, y busco algo que no haya visto en anteriores viajes. Direcciono la mirada hacia lo más alto de la construcción. Allí yace lo virgen, lo intacto, y lo que no existe de alguna manera. Con aspecto de abandono, sintoniza con la expresión general de la sociedad. Le doy una oportunidad de existir, y la observo con interés.

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