Me dispongo a enfrentarme a la blancura de este receptor de
ideas con una predisposición esperanzada. Me sumerjo a revolver mi anticuario
imaginario, pero nada emerge. Sincronizo iTunes, shuffle, y de repente, sin
mirar la pista que corre, me atrae una melodía conocida: L'égoïste, Benjamin
Biolay. Generalmente, las canciones que me gustan y se inmiscuyen en algún
recoveco de mi mente, se vinculan con recuerdos, vivencias mundanas, a veces no
lo suficientemente importantes. Pero con ella, no hay caso. Siempre me ha
causado suficiente curiosidad los mecanismos de la psiquis, suficiente como
para no haberme topado con algún Freud o Jung. Sádica quizá, pero la decepción
continua parece mantenerme inquieta, viva. Una de las cosas que más me
decepciona de mí misma es que hay miles y miles de obras literarias que jamás
leí, y peor aún, es que me hago consciente de que la vida como medida temporal
me es insuficiente.
De todos modos, debería callar un poco a mi foro interno. Soy
un ser que hablo mucho conmigo misma, pero demasiado poco con el mundo externo.
Podría simpatizar con mi amigo Tocqueville, creo que temo a las masas, y
también podría simpatizar o prestarme para experimentación al viejo
Rousseau, alejándome del medio social. Seré
lo suficientemente freak, pero generalmente cuando leo a un autor, trato de
absorber algunos de sus aspectos para encajarlos con mi personalidad, o mejor
dicho, los tomo como instrumentos para decodificar mi esencia.
Aún así, soy sobradamente cobarde para lanzarme al ideal
arquetipo que dicta mi alma. Por eso, abandono la computadora, me despido de
Biolay, y me preparo para salir de la
cueva hogareña. Cierro la puerta, y antes de llegar al ascensor me ataca la
duda si habré cerrado con llave. Corroboro y la puerta estaba cerrada correctamente,
¿cómo puede ser que olvide o directamente no registre actos automáticos tan
efímeros? Quizá el sistema nervioso sea lo suficientemente inteligente como
para economizar energía y destinar mayores proporciones a actos más complejos.
¿Quién sabe? Creo poder darme cualquier tipo de respuesta lógica para callarme
y continuar con lo que sigue.
Subo al ascensor, desciendo, y al abrir las puertas me
encuentro con un señor cincuentón. Me saluda amablemente como si fuera una
autoridad con altiva actitud. Ante la sorpresa, reacciono de manera estúpida y
la emisión de mi respuesta se confunde entre un hola y un adiós. Zarandeo la
cabeza con la intención de expresarme lo estúpida que soy. Salgo y el impacto
solar me enceguece. Me inyecto los auriculares, y me hago inmune a la
civilización.
Ecuador y Av. Córdoba 10 a.m., la mañana sabe bien. Respondo
a los estímulos de la señalización
urbana. Av. Pueyrredón y Paraguay, me digno a tomar el 111. El imaginario
colectivo porteño considera que es una de las peores líneas porque su
frecuencia genera hastío. De tal manera, me considero con suerte, las veces que
lo tomo no suelo esperar mucho, o bien la gente se ha devenido en monstruos
intolerantes sensibles a la irritación anímica. Arriba y claro es que soy la
única, el resto ha sido apresado por la impaciencia. 1,25: suficiente
conversación, Wittgenstein y Simmel presentes. Tres asientos vacíos, la
dirección es obvia, me dirijo al asiento individual para no compartir con otro
pasajero. Cuán desconsiderado mi acto, ustedes y yo me convirtieron en esto.
Las mañanas pseudo-primaverales son perfectas para disfrutar
de las brisas frescas. Uno cuando viaja en colectivo urbano tiene varias
opciones: sumergirse a la contemplación del caos – el tráfico-, leer algo, o
lanzarse a la profunda observación de la arquitectura. Buenos Aires es
coleccionista de miles de estilos anárquicos, me recuerda que la película
Medianeras lo refleja de una manera espectacular. Aún así, considero que solo
proporciona una de las tantas contradicciones que esta ciudad contiene. La Boca
es una de ellas, Retiro es otra, y San Telmo es otra. Seguro que hay muchas
más, pero esas me parecen que reúnen lo suficiente.
Opto por la tercera, y busco algo que no haya visto en
anteriores viajes. Direcciono la mirada hacia lo más alto de la construcción.
Allí yace lo virgen, lo intacto, y lo que no existe de alguna manera. Con aspecto
de abandono, sintoniza con la expresión general de la sociedad. Le doy una
oportunidad de existir, y la observo con interés.
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